La venganza. Dumas. El ciclo mosqueteril, I

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DUMAS, Alexandre: Los mosqueteros [vol. I]. Los tres mosqueteros. Veinte años después. Tr. de Javier La Orden Trimollet. Madrid, Cátedra, 2010 (ed. corregida y aumentada de su primera edición, de 2005). Edición que incorpora las ilustraciones de Maurice Leloir (xilografías de Jules Huyot)[1] y de Raymond de La Nézière[2]. 1468 páginas.

DUMAS, Alejandro: Los tres mosqueteros & Veinte años después. El ciclo de Los tres mosqueteros completo I. Los tres mosqueteros. Veinte años después. Tr. de la editorial Lorenzana revisada por Carlos Pujol Jaumandreu y Carlos Pujol Lagarriga. Barcelona, Edhasa, 2011. Edición acompañada de las estampas de la primera edición ilustrada de la obra, de Vivant Beaucé[3]. 1312 páginas.

 

Los tres mosqueteros

Del ciclo de los mosqueteros de Alexandre Dumas, autor de una biblioteca –y en esta ocasión en colaboración con Auguste Maquet–, nos interesa aquí por encima de todo su cultivo apasionado del tormento de la venganza. Una pasión que Dumas abordaría asimismo, entre en otras muchas ocasiones, en el hito literario de este motivo, y que fuera paralelo en su redacción: El conde de Montecristo (Le comte de Montecristo).

En la primera parte del ciclo mosqueteril, Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires), Dumas se centra en un marco temporal abierto en abril de 1625 y que cierra inmediatamente después de la victoria en La Rochela (La Rochelle), que capitula el 28 de octubre de 1628. De hecho, el sitio de este puerto y último bastión hugonote de la Francia católica será el telón de fondo de buena parte de la acción de esta extensa novela. Una acción que se desplaza, paralelamente en diversas ocasiones a Inglaterra, adonde el protagonista mayor del ciclo ha de desplazarse para socorrer a la reina Ana de Austria y donde tiene lugar uno de los episodios más extraordinarios de una obra extraordinaria: la última seducción de Milady, alias de un personaje que habrá de constituirse en el epítome de un arquetipo: el de la femme fatale.

Los tres mosqueteros, publicado originalmente como folletín en Le Siècle (París), entre mayo y julio de 1844, y que conocería ese mismo año una edición en un único volumen por la parisiense editorial Baudry, se constituye, así, en un ejercicio de novela histórica, pues su escritura se produce más de dos centurias después de los hechos que de los que más que ocuparse, glosa el autor. Un largo ciclo –y en el que comete incongruencias en sus datos y anacronismos de los que no podemos ocuparnos aquí– que abre y cierra con un personaje (D’Artagnan) cuyo modelo encuentra Dumas, como afirma en diversas ocasiones, en el Quijote cervantino (obra en la que el escritor que más amamos no pudo evitar, asimismo, incurrir en algunas incongruencias). Cervantes y Dumas comparten en sus respectivas creaciones otro importante argumento que les hermana: el del manuscrito encontrado, por más que el de Cervantes sea apócrifo, no así el de Dumas[4].

Como obra histórica, Dumas sabe más de lo que pueden saber sus personajes, y al igual que recurre en mil ocasiones a referencias históricas, literarias y mitológicas, particularmente de la cultura romana (Dumas alababa a Julio César[5] y, creemos, adoraba a Virgilio[6]), se permite en ocasiones guiños al lector, como la figura precursora, como Borges hablara de los de Kafka, de un personaje de una comedia de Molière, un autor que constituye uno de los ingentes personajes secundarios de la tercera y más extensa parte de la trilogía, que comparece como protegido de una más de las víctimas expiatorias de la ansiedad de dominio que atestan la trilogía: Nicolás Fouquet, Superintendente de Finanzas de Luis XIV. Así, el autor penetra entre la escritura y afirma de modo lapidario de una avara que se había adelantado al protagonista de la célebre comedia del dramaturgo[7].

 

De la venganza

En Los tres mosqueteros, diversas formas del campo semántico de “venganza” aparecen en un total de ochenta y dos ocasiones. Así, el sustantivo “venganza” (ya en singular ya en plural), lo hace en cuarenta y siete, y hasta en treintaitrés, y en diversas formas, lo hace el verbo “vengar”, a las que han de sumarse sendas apariciones del sustantivo “vengador” y otra del adjetivo “vengativa”[8].

En su tratamiento a lo largo de la primera parte de la trilogía, la venganza resulta a Dumas una pasión ambivalente, pues sirve a propósitos honorables y a otros que no lo son. La venganza, que se destina a propiciar la restitución de un daño, resulta en la multiplicación de una afrenta. La venganza, pues, se adentra en un laberinto en el que, si algunos movimientos son legítimos, otros no lo son. Pero es que, asimismo, el término de esta obsesión sirve a fines muy diversos. Algunos obscenos, otros morales. En el primer caso nos hallamos ante la primera vez que aparece el término –lo hace en su octavo capítulo en boca de un personaje pusilánime, el mercero Bonacieux–, en una referencia a Richelieu, afrentado por el rechazo de la reina, a quien desea y quien le ha rechazado[9]. El cardenal, arde en una sed de venganza que podría haber incluso conducido al enfrentamiento bélico entre Francia e Inglaterra, pues un hijo de este último país, el más destacado de todos ellos, como subraya el autor, ha enamorado a la mujer. El despecho de Richelieu, tan sacrílego como ridículo, queda a unos grados de provocar la guerra entre dos naciones, un enfrentamiento que logra evitar la reina de Francia, Ana de Austria, hija de Felipe III, rey de España, gobernando sobre su propio corazón.

Y, como si Dumas mismo quisiera salir en nuestro auxilio, brindándonos su mano para guiarnos por el dédalo, en la segunda aparición del término en la obra, lo hace en defensa de la moral, mediante la referencia a una múltiple afrenta sufrida en Meung por D’Artagnan, que no puede tolerar que quede impune. El joven, de apenas 18 años, y que nunca había salido del terruño, aún no lo sabe, pero ese episodio es el que espolea un tejido incesante de bucles de la primera parte de la trilogía, y la más breve del conjunto.

Podríamos, así, discernir entre una venganza menor, la provocada por la vanidad de los apetitos, por el despecho, y una venganza mayor: aquella que, las más de las veces, ajusta una muerte a otra(s) previamente infligida(s), y en la que alguien afecto a la víctima pasa a ocupar el papel de verdugo. El despecho es deshonroso, la venganza, siempre de acuerdo con las peripecias de la trilogía mosqueteril, constituye una forma de justicia que duele impartir y que difiere de la justicia institucional. El primero es propio de los pusilánimes. La segunda es sincera.

 

La novela de Milady

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Los tres mosqueteros es, entre muchas cosas, la novela de Milady (pseudónimo con el que es designada por vez primera en la novela), ¿alias? Ana de Breuil (cronológicamente el primero de sus nombres que conocerá el lector), alias condesa De Fère, alias lady De Winter (y de Luis XIII y el cardenal Richelieu). Del mismo modo que su continuación, Veinte años después es, junto a otras muchas cosas, la novela de Mordaunt(y de Ana de Austria y del cardenal Mazarino). Una y otro, Milady y Mordaunt, son los agentes sobre los que gira una pasión destructora y autodestructiva, y que, en ambos casos, y contrariamente a lo que ocurre con el más insigne vengador de la historia, creado asimismo por Dumas, Edmond Dantès, no alcanzarán la conmiseración del lector.

No conocemos el origen de la maldad de Milady, las más lejanas noticias que se transcriben sobre ella –y lo harán en el capítulo sexagésimo quinto–, curiosamente cuando está próxima a conocer su fin, nos la presentan ya como una rebelde a su destino, una caída por desafiar los votos que la unen con Dios. Milady es, pues, una suerte de paralelo femenino del Ángel Caído, condenada por su soberbia. La primera seducción de Milady que conoce el lector es afín a la última a la que logra poner fin para cumplir su propósito (en este último caso, el de sobrevivir). Milady, que en esta última seducción extrema, por cuanto no lo hace por la sensualidad, sino sirviéndose hipócritamente de las convicciones religiosas de un joven, que se autorretrata como Judith (en el capítulo quincuagésimo sexto) es, en realidad, Dalila. O Circe, como la identifica Dumas en el capítulo trigésimo sexto.

Milady, quien al comienzo de la acción cuenta veinte o veintidós años (en cuya descripción Dumas se deleita en el primer capítulo de la novela), será una fuerza furiosa que se cruza en los caminos de unos honorables guerreros de natural tan diverso como tenaz es su amistad. Dumas se refiere con pertinacia a esta villana con símiles animales, tales como “serpiente” y “pantera” (capítulo trigésimo séptimo), o “tigresa” (capítulo trigésimo octavo), como si el epítome de la feminidad constituyera una enfrenta a la humanidad.

Muchos hombres mueren por haber caído en sus redes, como lo hará una mujer para cobrarse en ella la venganza sobre un hombre que ha logrado triunfar sobre sus mañas. Milady ha hecho de su belleza la cifra de la perdición de numerosos hombres, y no tolera el rechazo. Dos son los agentes de esta infrecuente reacción, y ambos serán castigados, si bien de manera muy diversa. En el primer caso, si bien sirve al cardenal cuando inflige su primer daño (un hurto) al duque de Buckingham, también lo hace por despecho, tras comprender que él no la ama[10]. El segundo caso afecta, precisamente, a D’Artagnan, quien se encuentra dividido entre su primer amor, puramente ideal –hacia Constanza (Constance) Bonacieux, una servidora de la reina–, y el segundo, sensual y arrebatador que siente por Milady, quien le atrae con sus artes, pero de la que pronto descubre su felonía y, por ello, el modo de castigarla, haciéndose pasar por un amante (el conde de Wardes) que ella persigue con tanto mayor encono cuanto ocupa una posición social privilegiada. Una infamia que, al descubrirse, torna a la mujer en una furia mitológica, atemorizando a un joven de extremos temerarios[11], y a la que responderá cobrándose una víctima –la última a quien arrebatará su vida antes de perder la propia–: su rival. Y es que la novela concluye con un episodio en el que, para impartir justicia, los héroes del relato se apartan de la justicia del siglo. Una decisión unánime que, pese a todo, no dejará de roerles muchos años después, en particular al representante supremo de la virtud, probablemente la creación más augusta, señera y maestra del ciclo: Athos, conde La Fère[12].

Las venganzas menores del mal absoluto personificado en Milady no descansan en la restitución de una honorabilidad perdida. Milady persigue por encima de todo su propia supervivencia y el arribismo. Todo el mal que inflige no descansa en la defensa de una virtud sacrificada. Pero entiende bien los modos en que se justifica la venganza, lo que emplea en su beneficio, causando, por ejemplo, la perdición de Felton.

Próxima a su ejecución, el lector logra completar algo más la información sobre una mujer por lo demás sumamente misteriosa. Y de la que conoce parte de su pasado gracias a las confidencias de Athos a D’Artganan en el capítulo vigesimoséptimo, intitulado precisamente “La mujer de Athos”, que comienza contándole como protagonizado por un amigo, un noble de la provincia de Berry, de la que él mismo es oriundo, una ficción que se cansa de mantener al finalizar la confidencia. Athos condena a su esposa, como asistía a los nobles el derecho, a muerte en la horca, tras descubrir su delito: el de apropiarse de unos artículos religiosos. La fantasía de hallarse casado ante un ángel se desvanece, identificando a la misma como un demonio[13]. Un demonio que ha resucitado para atormentarle, como a otras muchos hombres y mujeres, siendo instrumento de los planes de Richelieu para dañar a la reina Ana de Austria.

En el reguero de cadáveres que deja Milady a lo largo de su existencia no hay uno solo que repare el dolor causado por la pérdida de un ser querido –Milady únicamente se quiere a sí misma–. Pero su muerte sí da pie a otra larga serie laberíntica de daños y aflicción, esta sí propiamente vengativa, que conduce, Veinte años después, buena parte de las peripecias de los protagonistas de la segunda parte de la trilogía.

Milady es una criatura perfectamente malvada, epítome de femme fatale, y la fuente última de su impiedad permanecerá para siempre oculta al lector. No obstante, con su ajusticiamiento, a manos del hermano de la primera víctima conocida de su perfidia, la precesión de los males no concluye. La venganza deviene nuevamente en un laberinto incesante de enajenación, crimen, remordimiento y expiación. Un pliegue que tiene como nombre del padre el de hijo.

Notas

[1] Las magníficas ilustraciones de Maurice Leloir (París, 1853-1940), xilografiadas por Jules Huyot (Toulouse, 1841-Eaubonne, 1921) proceden de la edición en dos volúmenes de Les trois mousquetaires, publicada en París, por Calmann Lévy, en 1893.

[2] Las ilustraciones de la segunda parte de la trilogía mosqueteril son obra de Raymond de La Nézière (Estrasburgo, 1865-Levet, 1953).

[3] Las ilustraciones de Beaucé (Nolay, 1818-París, 1876) proceden de Les trois mousquetaires, publicada en París, por J. B. Fellens & L. P. Dufour, en 1846.

[4] En el estudio introductorio que precede a su traducción, La Orden sintetiza la cuestión del siguiente modo que, por su interés, reproducimos in extenso: “Cuando Dumas y Maquet se interesaron por la figura de D’Artagnan, no era mucho lo que se había escrito sobre este personaje, indiscutiblemente histórico. Por ello recurrieron a unas supuestas Memorias del mosquetero, publicadas en 1700 en Colonia con el título de Memorias del señor D’Artagnan, capitán lugarteniente de la primera compañía de mosqueteros del rey, que contienen cantidad de cosas particulares que ocurrieron bajo el reinado de Luis el Grande. El autor de estas Memorias fue en realidad un tal Gatien de Courtilz de Sandras, nacido en París en 1644, y que, como D’Artagnan, sirvió en los mosqueteros, aunque no en su misma compañía. Gatien de Courtilz conoció a D’Artagnan, pero no íntimamente, y si se tiene en cuenta que escribió las Memorias veintisiete años después de morir su protagonista, no causa demasiada extrañeza que estén llenas de errores. Esta falsa autobiografía es una biografía novelada en la que se atribuyen a D’Artagnan las más variadas aventuras, disfraces y amoríos. Dado que en el siglo XIX nadie había investigado la vida del auténtico D’Artagnan, se comprende que el tándem Dumas-Maquet la utilizara como base de su novela, sin por ello renunciar a añadirle nuevos aditamentos tomados de otras fuentes (como las Memorias de la señora de Motteville, las del cardenal de Retz y las de Laporte)” (Cátedra, p. 36).

[5] Lo que testimonia en numerosas ocasiones. En la segunda parte de la trilogía mosqueteril, uno de sus personajes heroicos, el duque de Beaufort, afirma que “definitivamente César fue el hombre más grande de la Antigüedad” (Cátedra, p. 884); “Es indudable que César fue el hombre más grande de la Antigüedad”(Edhasa, p. 773).

[6] Habida cuenta de la sucesión de citas, menciones y glosas que tanto en boca de sus personajes como en su enunciación como autor que plagan en particular la trilogía mosqueteril.

[7]  “Molière no había escrito aún su escena del Avaro, de modo que la señora Coquenard se había adelantado a Harpagón” (Cátedra, p. 392); “Molière no había escrito aún su escena del avaro. Por tanto, madame Coquenard precedió a Harpagón” (Edhasa, p. 302). La primera edición de L’Avare (París, Jean Ribov) se publicó en 1669.

[8] “Vengativa criatura” (Cátedra, p. 417; Edhasa, p. 326).

[9] Richelieu, “la persigue [a la reina] y la acosa más que nunca. No puede perdonarle la historia de la zarabanda” (Cátedra, p. 163); la persigue más que nunca. No puede perdonarle la historia de la zarabanda” (Edhasa, p. 85). Muy adecuadamente, en su traducción, La Orden acompaña la referencia de la siguiente nota (la número 67): “Anécdota de discutida autenticidad, según la cual Ana de Austria, con la complicidad de la señora de Chevreuse, concedió una entrevista a Richelieu (que supuestamente cortejaba a la reina), en la que el cardenal llegó a bailar una zarabanda ante las dos mujeres, sin sospechar que estaba siendo objeto de una burla” (Cátedra, p. 1443). El episodio es recordado tan solo una única vez a lo largo de la novela, en su capítulo vigésimo sexto, cuando a D’Artagnan, preocupado por Constanza Bonacieux: “No le cabía ninguna duda: era víctima de una venganza del cardenal y, como es sabido, las venganzas de Su Eminencia eran terribles” (Cátedra, p. 321); “no había duda: ella era víctima de una venganza del cardenal y, ya se sabe que las venganzas de Su Eminencia eran terribles” (Edhasa, p. 238).

[10] Como el propio Buckinham declara cuando descubre la trama de los herretes de diamantes: “Aquella reconciliación [que es tan solo una estratagema] fue una venganza de mujer celosa” (Cátedra, 274); “Esta reconciliación era una venganza de mujer celosa” (Edhasa, 193).

[11] Quien quedó “aterrado ante aquella cara trastornada, aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios ensangrentados” (Cátedra, p. 426); “espantado al ver aquella fisonomía transformada, aquellas pupilas dilatadas horriblemente, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios manando sangre” (Edhasa, p. 334), que avanza hacia él esgrimiendo un puñal. En este sentido, la ilustración de Leloir (reproducida en Cátedra, p. 435, y en esta ocasión) resulta mucho más dramática que la de Beaucé (Edhasa, p. 335). En ésta, Milady se precipita hacia el cofrecillo que cobija la daga que habrá de empuñarla contra él, con la mirada vuelta hacia atrás, hacia el hombre, que la mira con ojos desorbitados. En la de Leloir, es Milady la que, como Medusa, se arroja violentamente, puñal en mano, contra el mosquetero, quien la disuade con su espada.

[12] Veinte años después, Athos le pregunta a D’Artagnan si fue verdaderamente justo suscribir el “pacto criminal” que condujo a los cuatro mosqueteros a ejecutar “a un ser humano a quien quizá no teníamos derecho a arrancar de este mundo, aunque más que a este mundo pareciese pertenecer al infierno” (Cátedra, p. 931); “a un ser a quien quizá no tuvimos derecho para sacar del mundo, aunque más que del mundo parecía morador del infierno” (Edhasa, p. 819). En el decimotercer capítulo, D’Artagnan afirmará ante Porthos que Athos es tan virtuoso como Publio Cornelio Escipión.

[13] “El ángel era un demonio. La desdichada niña había robado los vasos sagrados de una iglesia” (Ed. Edhasa, p. 264). “Querido amigo, el ángel era un demonio. La pobre joven había robado” (Ed. Cátedra, p. 350).

Acerca de juliocesarabadvidal

Julio César Abad Vidal es Premio Extraordinario de Doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Madrid, es Doctor en Filosofía (Área de Estética y Teoría de las Artes), Licenciado en Historia del Arte y Licenciado en Estudios de Asia Oriental, asimismo por la UAM. Desde su primera publicación, en 2000 y, en sus proyectos como docente y comisario, se ha dedicado a la reflexión sobre la cultura contemporánea con tanta pasión como espíritu crítico. Crédito de la imagen: retrato realizado por Daniela Guglielmetti (colectivo Dibujo a Domicilio); más información en https://juliocesarabadvidal.wordpress.com/2015/07/29/dibujo-a-domicilio-un-cautivador-proyecto-colectivo-socio-artistico/